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Martes, 8.12.2020


Hopper. Un Americano en París

Por A. G. Abella y David Garcia | 16.11.2012

(118 obras)
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Videos
· Didier Ottinger, commissaire de l’exposition: Entre Réalisme Et Abstraction
· Le vernissage

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12.06.2012 – 16.09.2012
Museo Thyssen Bornemisza, Madrid
(73 obras)
+
Video
· Tomás Llorens, comisario de la exposición, “Hopper”
· Visita virtual
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Organiza: Réunion des musées nationaux-Grand Palais y el Museo Thyssen Bornemisza en asociación con el Centre Pompidou

Patrocina: Terra, Fundation for American Art (en Francia, además: Crédit du Nord, Eiffage y Nexiti)

Comisarios: Didier Ottinger, director adjunto del Centre Pompidou y Tomás Llorens, director honorario del Museo Thyssen Bornemisza

Entradas: Madrid, 10 €; París, 12 €
Catálogo: Madrid, 36,10 € (rústica); París, 45 € (tapa dura)

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Colas a la entrada de la exposisción «Hopper» en el Grand Palais, Paris, nov. 2012 / Photo JoseDavid

Ver a Hopper en París cuesta 2 euros más que en Madrid, supone soportar colas más largas y más lentas y exponerse al clima desapacible del otoño. Pero ojo, en el Gran Palais hay 45 obras más, algunas emblemáticas del periodo 1924-1966.
Cuarenta y cinco obras más no son poca cosa, no se trata de una mera cuestión cuantitativa. Significa poder ver a Hopper al completo, del debut a la consagración, de principio a fin. Edward Hopper 100%.

Pero no es solo eso. El número de personas que accede al interior está lejos de la aglomeración, el recorrido está bien trazado y documentado, la iluminación es excelente, los fondos neutros están bien elegidos, las fichas y textos transferibles son discretos y, sobre todo, sobre todo, sobre todo, aquí no está el deplorable chiringuito que montó el Thyssen en Madrid (*) con la interpretación viviente del «Morning Sun» (Hopper, 1952)  para alimentar la confusión entre arte y espectáculo, como parece ser su vocación.

Lejos de esa intención vulgarizante el Grand Palais baja su propia voz para dejar que la obra hable por sí misma, la escenografía está dispuesta simplemente a su servicio y la visita discurre con espacio suficiente para la contemplación, la comparación y la comprensión.
Aquí se puede apreciar de cerca la evolución temática y la capacidad técnica de Hopper, la trama de sus grabados, la densidad de sus acuarelas, la claridad gráfica de sus ilustraciones o la gruesa pincelada de sus óleos.

Edward Hopper, «Notre Dame nº2», 1907. Óleo sobre tela, 59,7 x 73 cm. / New York, Whitney Museum of American Art, legado de Josephine N. Hopper

Con todo, París sigue siendo chovinista y en esta exposición se subraya el lado más francés de la obra de Hopper, un pintor que parece haber estado luchando durante toda su carrera por desprenderse de sus influencias francesas para adaptarse al gusto americano.

Hopper, «Le Louvre par temps orageux», 1909. Óleo sobre tela, 59,7 x 73 cm. / New York, Whitney Museum of American Art, legado de Josephine N. Hopper

De sus viajes a París en 1906 y 1910 hay aquí buenos ejemplos: «Le Louvre par temps orageux» (1909), «Les Lavoirs à Pont-Royal«, (1907), «Statue près du Louvre» (1906), «Pont à Paris» (1906), «Intérieur de la cour, rue de Lille, Paris» (1906), «Escalier au cour, rue de Lille, Paris» (1906), «Le Pavillon de Flore» (1909), todos ellos prestados por el Whitney de Nueva York al que fueron legados por su mujer, la también pintora Josephine N. Hopper.

Hopper, «Parisien fumant», 1906-1907. Acuarela y lápiz de plomo sobre cartón, 37.8×26.8 cm / New York, Whitney Museum of American Art, legado de Josephine N. Hopper

Abundan en ello las numerosas ilustraciones y acuarelas «francesas», «Parisian fumant«, «Parisien avec bouteille et pain«, «L’Année terrible; sur les toits«, «Les Étudiants de Paris«, y otros muchos fechados todos entre 1906-1907, o, como no podía faltar al menos un ejemplo, «Rue dans Paris«, un oscuro grabado aunque más tardío, de la importante colección que atesora el Philadelpia Museum of Art.

Así dibuja el Grand Palais su propia lectura de Hopper: mientras en Europa las vanguardias ya estaban  entregadas al fauvismo, el cubismo y la abstracción, Hopper se mantiene firme como un pintor fiel a la figuración.
La exposición no afirma ni rechaza pero insinúa, según la lógica del relato, la siguiente conclusión: la carrera americana de Hopper no es mas que una versión regional de la visión impresionista.
Y no es un disparate. El mismo lo reconocía al final de su carrera.
…..
(*)Ed Lachman

Recreación de la obra de Hopper ‘Sol de la mañana’ por el cineasta estadounidense Ed Lachman / Museo Thyssen Bornemisza, julio-septiembre 2012

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Edward Hopper. El Nacimiento del Arte Americano

Por A.G. Abella

(Edward Hopper, *Nyack, 22 julio 1882, †Nueva York, 15 mayo 1967)

Arnold Newman, retrato de Edward Hopper,  1941. Gelatina de plata, 36.7 x 45.2 cm  / Nina and Leo Pircher. © Estate of Arnold Newman

El tonto” (“The Dumb Man”, 1921) Sherwood Anderson

Hay una historia, no puedo contarla, no tengo palabras. La historia está casi olvidada pero a veces la recuerdo. La historia trata de tres hombres en una casa en una calle. Si pudiera decir las palabras cantaría la historia.
La susurraría a los oídos de mujeres, de madres.
Correría por las calles contándola una y otra vez.
Con mi lengua, que se habría soltado, repicando contra mis dientes.
Los tres hombres están en una habitación en la casa.
Uno de ellos, joven y peripuesto.
Ríe sin parar.
Hay un segundo hombre con una larga barba blanca.
Lo consume la duda pero a veces su duda lo abandona y se queda dormido.
El tercer hombre es el que tiene ojos malvados y se pasea nervioso por la habitación frotándose las manos una contra la otra.
Los tres hombres esperan. Esperan.
Arriba en la casa hay una mujer de pie con la espalda apoyada contra la pared, en la penumbra junto a una ventana….

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Hopper y la soledad, Hopper y la incomunicación. Hopper y el cine, Hopper y la luz. Hopper y América.
Las pinturas de Hopper son instantánea, visceralmente reconocibles, no sólo porque se han reproducido muchas veces, sino también porque, así como Hopper bebía del cine, de la filosofía y la literatura cuando no pintaba, su estilo, su manera de ver el mundo, se ha asimilado, apropiado e imitado por multitud de artistas.

Asociar a Hopper con América se ha repetido hasta la saciedad, y se sigue repitiendo.
Como una letanía se ha ido introduciendo de tal forma en nuestro subconsciente que al ver “House by the Railroad” estamos recordando la famosa mansión de Bates en “Psicosis”. Ver a los comensales solitarios en “Automat” o “Chop Suey” es recordar las almas perdidas y desesperadas en las novelas de Hammett o Chandler. Ver las silenciosas parejas después del coito en “Summer in the City” y “Excursión a la Filosofía” es pensar en las personas dislocadas de las historias de Raymond Carver. Y así una lista interminable que va desde Hemingway a Paul Auster en la literatura, desde Douglas Sirk a Terrence Malik en el cine, etc. etc. Pintores, cineastas, fotógrafos, escritores….. Medio siglo de cine, novelas y cuentos del imaginario norteamericano.

Edward Hooper, «Cape Cod Evening», 1939 Óleo sobre tela, 76.8×102.2 cm / Washington D.C., National Gallery of Art, John Hay Whitney Collection,

Pero lo que ahora parece tan claramente definido como americano, a comienzos de los años veinte no era tan evidente.
¿Existía un arte americano? Edward Hopper se lo planteaba en 1933:

Puede que la cuestión del valor de la nacionalidad en el arte sea irresoluble. En términos generales, podríamos decir que cuánto más refleja el carácter de su pueblo, más grande es el arte de una nación. El arte francés es buena prueba de ello. Es posible establecer un paralelismo entre Francia y nuestra tierra. En los últimos treinta años o más, el dominio de Francia en las artes plásticas en este país ha sido total.
Si establecemos el aprendizaje de un maestro como algo necesario, creo que nosotros lo hemos cumplido con creces. Perpetuar una relación de esta naturaleza sólo puede representar una humillación para nosotros. Al fin y al cabo, no somos franceses y nunca lo seremos, y cualquier intento de serlo es negar nuestra herencia, así como imponernos un carácter a nosotros mismos que nunca pasará de ser un mero barniz”.

Reivindicar una manera de hacer, diferenciada de la europea, necesitaba algo más que palabras:

– El Congreso de Estados Unidos vota la ley Payne-Aldrich Tariff en 1909, que exime de impuestos a la importación de arte si es para beneficio social, lo cual estimula la formación de grandes colecciones.

– En pleno crack del 29, Abby Aldrich Rockefeller inaugura el MoMA en Nueva York con un regalo: Paul Sachs, de Goldman & Sachs, dona al recién inaugurado museo ocho grabados alemanes y un dibujo, aunque la primera pintura de la colección, el archiconocido “House by the Railroad”, es un Hopper donado por Stephen C. Clark (heredero junto a su hermano Sterling Clark de la fortuna de la Singer Company), que llega con una carta carta de recomendación:
“…es altamente deseable que el Museo comience ya su colección, una colección que, en sus comienzos al menos, será predominantemente norteamericana”.

– En la misma década (1924) el Metropolitan Museum de Nueva York abre la American Wing (ala norteamericana) con dieciséis salas que reconstruyen el arte doméstico americano, desde la época colonial al siglo XIX.
Siguen la iniciativa la mayoría de los museos del país con la separación de sus fondos en norteamericanos y europeos que hasta ese momento se habían mostrado juntos.

– Las universidades más importantes crean cátedras de estudios norteamericanos (denominados American Studies o American Civilization).

El mismo Hopper, a pesar de su reserva y sus conocidos silencios, escribe en 1927 en The Arts, una de las revistas más prestigiosas de arte estadounidense:

¿Qué hay de los hombres de talento y originalidad que hasta el momento han hecho su aprendizaje diligentemente en Europa y que han vuelto con el persistente glamour de la escena europea que sólo sirve para confundir y retrasar su reabsorción en lo americano? Las cualidades nativas son difíciles de aprehender y no son fáciles de definir, excepto en sus manifestaciones superficiales. Tal vez estas sean las únicas que deban preocuparnos. Se deben, en parte a la reacción visual del artista ante su tierra, y las dirige y las moldea el patrimonio más fundamental, que es el de la raza. Estos rasgos nacionales pueden resultar tan simples en sus formas y tan limitados en su alcance que a otros pueblos más sutiles y sofisticados pueden parecerles pueriles. Pensemos en Eakins, Whitman y Winslow Homer y en una sencilla honestidad visual, o en Ryder y una visión intensamente emocional. No hay nada del resentimiento o el cinismo de las razas más antiguas en estos hombres”.

Edward Hopper, «The City», 1927. Óleo sobre tela, 71.1×91.4 cm /  Tucson, The University of Arizona Museum of Art, donado por C. Leonard Pfeiffer

Y así, junto a la reivindicación de la pintura americana frente a la europea y, en particular, frente a la francesa, se van imponiendo valores más filosóficos o morales que estilísticos: honradez, sencillez, honestidad, espontaneidad, nada de divagaciones intelectuales o elitistas.
La pintura americana se ofrece como algo cercano a sus ciudadanos, comprensible para un público que gusta de reconocerse en sus temas:
una carretera asfaltada bajo el sol abrasador del mediodía, coches y locomotoras abandonados en una cochera, muros desnudos de cemento, construcciones de acero de la industria moderna, calles con el verde ácido del césped recién cortado, los Ford polvorientos y las películas doradas; esa vida sofocante y escabrosa de las pequeñas poblaciones americanas, y detrás de todo ello la triste desolación de nuestros barrios periféricos
(Hopper, The Arts, 1927. Charles Burchfield)

Se empieza a hablar de la especificidad de lo americano, del arte moderno americano como un fenómeno que revindica lo tradicional, reclamando los valores del puritanismo anteriormente denostados como nuevas señas de identidad para dotar a su cultura de contenidos originalmente americanos, independientes y paralelos a los europeos. Se puede decir que en la década de los 40, la pintura norteamericana se reconoce no sólo independiente sino exportable como una pintura antiacadémica e individualista, capaz de ser leída por todo el mundo y de establecer un diálogo con todos los miembros de la sociedad en una experiencia nacional compartida.

«The Avenue in the Rain», 1927, cuadro de Childe Hassam, de la generación anterior a Hopper, que cuelga en el despacho oval del presidente Obama en 2010 / Photo: Pete Souza

El modernismo llegó a Norteamérica en los 50 de las manos cuidadosas de dos pesos pesados del panorama artístico: Alfred Barr y Clement Greenberg.
Barr llevó a Nueva York un modernismo inofensivo y debilitado, una simplificación muy esquemática y suavizada. Greenberg a su vez, que apoyó todo el expresionismo abstracto, se las arregló para excluir cualquier referencia al surrealismo y al dadaísmo, una vanguardia sin vanguardia, un modernismo sin memoria histórica.
Distorsión y empobrecimiento son el envoltorio con que Barr y Greenberg despachan el modernismo para el consumo americano. Pero eso justamente era lo que necesitaban los patrocinadores para apoyar a sus artistas (Stephen Clark devuelve el cuadro «Conference at Night» de Hopper porque le recuerda a una reunión de agentes comunistas).
En el consenso de posguerra, el modernismo que ofrecían Barr y Greenberg fue celebrado como la expresión de la libertad y la creatividad individual, una alegoría de los valores de la democracia liberal.
La narración histórica en la que se basaba la universalidad del arte norteamericano moderno de los 40 transformó el panorama artístico mundial, trasfiriendo el centro, que hasta entonces había detentado París, al nuevo centro universal, Nueva York.
Y nuevamente Hopper medita sobre cómo debe ser este cambio y hacia dónde deben dirigirse sus contemporáneos:

No estaríamos tan seguros de que el arte de América cristalizará en un arte autóctono y diferenciado de no ser porque nuestro teatro, nuestra literatura y nuestra arquitectura dan muestras evidentes de estar haciendo exactamente eso

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No tengo palabras para contar lo que sucedió en mi historia.
No puedo contar la historia.
El tipo blanco y silencioso puede que fuera la Muerte.
La mujer anhelante en espera puede que fuera la Vida.
El barbudo gris y el malvado me confunden.
Pienso y pienso, pero no logro entenderlos.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo ni siquiera pienso en ellos.
Me obsesiona el tipo peripuesto que ríe a lo largo de toda la historia.
Si pudiera comprenderle, podría entenderlo todo.
Podría correr por el mundo contando una historia maravillosa.
Dejaría de ser tonto.
¿Por qué no se me dieron las palabras?
¿Por qué soy tonto?
Tengo una historia maravillosa que contar pero no conozco el modo de contarla.

Edward Hooper, «Cape Cod Morning», 1950. Óleo sobre tela, 86.7×102.3 cm / Smithsonian American Art Museum, donación de la Sara Roby Foundation

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