Vuelve Fernando Bermejo a Madrid a encender la luz de sus últimos trabajos. Acrílico sobre papel japonés e italiano, retroiluminado en piezas grandes, como En la Avenida (140x630x12) o La Biblioteca (305x600x16) y otras más pequeñas, como algunas flores.
Tienen luz interior sus cuadros-cajas, una luz que viene de dentro, fría, a la que se interpone la pintura mientras se deja atravesar por ella, a contraluz. Crea Bermejo una atmósfera de penumbra en la que no todo está iluminado: hay zonas oscuras, lineas de sombra. Todo se ve. Pero no todo está claro. Se aprecia, especialmente, en los tres bodegones de frutas que conectan directamente con el Barroco español. Ahí están Zurbarán o Ribera. Pero también Barceló.
Barridos de brocha, brochazos gestuales pero de una precisión asombrosa que aprovechan las imperfecciones del trazo accidental para dejarlo ahí, penetrado por esa luz que termina de dar forma a las formas. Formas perfectas hechas con imperfección, rápidas, trabajadas con esa soltura privilegiada de la mano de Bermejo que sabe, como pocos, contar lo que se ve… y lo que no se ve.
Hay una disciplina en Bermejo que se aprecia en todo: la perfección del acabado, la restricción del color con el uso del blanco y negro, el repertorio de materiales, la unidad de la presentación, la elección de los temas que, paradójicamente, terminan dando a su obra esa intimidad única, sensorial, cálida, casi compasiva. Como prueba, ahí están sus fantásticos retratos de perros que parecen personas.
Bermejo, con una intensa trayectoria que empezó con el Grupo Bienal a finales de los setenta, tiene ya una proyección imparable con proyectos abiertos en Nueva York y México y obra en museos y colecciones internacionales. En un momento en que el panorama está en periodo de reflexión, he aquí un valor seguro.