Del improbable cruce que hubiese supuesto que Wassily Kandinsky se hubiese ido de copas una noche con Jean-Michelle Basquiat podría haber surgido la obra gráfica de Miles Davis (1926-1991).
Dedicado durante los últimos años de su vida a la pintura al óleo y al dibujo, el músico estrella del free jazz presenta una maniera que, como su música, se mueve entre la esquizofrenia rítmica y el delirio cromático. Ajeno a los imperativos categóricos que dominaron el retorno al neoexpresionismo pictórico en la década de 1980, el trabajo de Davis es heredero no sólo del formalismo vanguardista -Picasso-, sino también de las formas primitivistas que tanto gustaron a los primeros modernos, en una época en la que el resto de las artes se empeñaban en destruir cualquier vínculo con la originalidad de la vanguardia y el resto de mitos modernistas.
Pero más allá de intentar construir uno de esos elaborados discursos que tanto gustan a los defensores de la contemporaneidad, Davis se deleitaba en la fisicidad de sus pinturas y la materialidad de sus figuras en un gesto cercano a un posible romanticismo posmoderno indiferente a la ortodoxia crítica y académica vigente. Anacrónico, dirán unos. Original, reivindicarán otros, lo cierto es que la obra de Davis continúa siendo lo suficientemente abierta como para seguir generando debate. Y eso, en una época en la que cualquier nueva producción artística es rápidamente codificada dentro de unos férreos presupuestos teóricos, es de agradecer.
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>Compton Cassey Gallery
>Miles Davis página oficial milesdavis.com
>Miles Davis’s last addiction guardian.co.uk